He rescatado esta reseña porque da una visión de las múltiples caras de uno de los autores más importantes de la poesía española del siglo XX. En el artículo, además, se relacionan tres generaciones de escritores de la "Edad de plata": Generación del 98, Novecentismo y Generación del 27.
Homenaje a Ortega y
Gasset en Madrid,1920.Juan Ramón es el primero a la derecha en la fila de
abajo; junto a él, Ortega y, al lado de este, Azorín. / RESIDENCIA DE
ESTUDIANTES
“En su revista: se anuncia por dinero
cualquier libro; se publica un elojio de usted, en letra grande y sitio de
honor cada vez que usted hace esto o lo otro o lo de más allá; no se hace
crítica de los libros dignos que se publican, sino de los que usted quiere que
se hagan. De modo que la Revista de
Occidente no es otra cosa que un desahogo y un negocio de usted, no, como
usted me dijo, un intento definitivo de revista seria, pura, noble en lo
científico y en lo literario. No me es posible por lo tanto seguirle ayudando
como le prometí”. En julio de 1924, con su particular ortografía, Juan Ramón
Jiménez escribió esta carta a José Ortega Gasset, pero no la envió. Casi un
siglo inédita, no se conserva el original en la letra de ejipcio del poeta, eso
sí, existen dos borradores en la Universidad de Puerto Rico, la isla del tesoro
para juanramonianos como Alfonso Alegre Heitzmann, que la incluye en el segundo
volumen de la correspondencia del andaluz universal. La Residencia de Estudiantes,
editora del proyecto, lo presentará la semana que viene.
Seis años después del
primer tomo (420 cartas) y a falta de un tercero dedicado al exilio, este
segundo es una mina para la historia de la literatura: 520 misivas (236
inéditas) dirigidas entre 1916 y 1936 a corresponsales llamados Unamuno,
Valle-Inclán, Azorín, Lorca, Salinas o Guillén. Sin olvidar a Paul Valéry o
Nikos Kazantzakis.
Retrato
de boda de J. R. Jiménez y Zenobia Camprubí.
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J. R. Jiménez con Jorge Guillén y
Pedro Salinas, en la terraza de su casa de la calle Lista de Madrid, en 1924.
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Sin Juan Ramón Jiménez (1881-1958), que
consideraba las cartas parte fundamental de su obra, no se entiende la cultura
española del siglo XX. No solo por el valor de su producción poética
—consagrada dos años antes de su muerte con el Premio Nobel— o por su
popularidad —Platero y yo es el libro
en prosa más vendido de la literatura española después de El Quijote—, también por su papel como catalizador del talento
ajeno. Si las publicaciones de la Residencia de Estudiantes, bajo su dirección,
publicaron el primer ensayo de Ortega (Meditaciones
del Quijote, 1914) y las Poesías
Completas de Antonio Machado (1917), Juan Ramón se convirtió enseguida en
el maestro de los más jóvenes, ese grupo de escritores al que la posteridad
conoce como generación del 27. Casi cien cartas a distintos corresponsales
permiten seguir de cerca la evolución del grupo. “Jamás poeta español iba a ser
más querido y escuchado por toda una rutilante generación de poetas”, escribió
en sus memorias Rafael Alberti.
Además, el arco temporal de las cartas
publicadas ahora no puede ser más simbólico: se extiende desde marzo de 1916,
el año de la boda del escritor con Zenobia Camprubí y de la publicación del
decisivo Diario de un poeta recién casado,
hasta agosto de 1936, el momento del exilio definitivo de la pareja. Libros
clave como Eternidades, Piedra y cielo o Segunda antolojía
poética vieron la luz en ese tiempo. Fue también el periodo en que el
poeta se volcó en los escritores emergentes a través de revistas como Índice o Sí,
financiadas, dirigidas y diseñadas por él. Era así fiel a su idea de “alentar a
los jóvenes; exijir, castigar a los maduros; tolerar a los viejos”.
“Me parece que tiene este cerrado granadí
un gran temperamento lírico”, dice por carta Juan Ramón hablando de Lorca en
1920. “¡Qué gusto ver llegar buenos nuevos! ¡Espina García, Salazar, Guillén,
García Lorca…”. El maestro acogió a Federico en Madrid con todas las
atenciones, visitó a su familia en Granada, creó la colección que publicó el
primer poemario de Pedro Salinas —Presagios, “libro de maestro
interior”—, manifestó su devoción por Guillén — “májico escritor”— y colaboró
incluso en la revista ultraísta Reflector pese a sus reservas
hacia la supuesta novedad de las vanguardias. “En Rimbaud”, escribe a Gerardo
Diego, “está también el cubismo”.
La cercanía de Juan Ramón Jiménez con los jóvenes coincide con su paulatino
alejamiento de los mayores, “ese montón estético-social-náufrago que llaman
jeneración del 98”, escribe. Y también: “venimos y vamos a sitios distintos
(además de la Academia, el Congreso, la Prensa y el Salón). A mí me da dolor de
estómago sólo de pensar que mi poesía tenga nada que ver con el consabido
desastre”.
Curiosamente, 1927 será la fecha que
marque el alejamiento de sus discípulos por la necesidad de matar al padre y el
choque de vanidades. Lo que empieza con alguna que otra diferencia sobre el
célebre homenaje a Góngora coordinado por Gerardo Diego —“Góngora pide director
más apretado y severo, sin claudicaciones ni gratuitas ideas fijas
provincianas”— termina siete años más tarde con un furibundo ataque del autor
joven más cercano a Juan Ramón: José Bergamín. Su antiguo colaborador aprovecha
un artículo sobre Pedro Salinas para tachar la obra de su mentor de “amoralismo
esteticista”, “falsa e inhumana”, “agonizante y espectacular”. Finalmente, este
retira sus poemas de la antología con la que Diego amplió su famosa selección
de 1932 —decisiva para consagrar al grupo— y escribe un seco telefonema a Jorge
Guillén: “Quedan hoy retirados trabajo y amistad”. En una hoja conservada en
sus archivos escribe: “J.R.J. asesinado en 1934 por sus discípulos: PS, JG, DA,
JB y sus paniaguados”. Es decir, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso y
José Bergamín.
Pero no todo es disputa
literaria en Juan Ramón Jiménez. En su correspondencia vive también el poeta
agradecido que se cartea con corresponsales anónimos y el hombre comprometido
que en mayo de 1931 escribe al ministro Fernando de los Ríos celebrando “esta
primaveral República alegre, sana, milagrosa” pese a que “sus ideas sociales
son más extremas que las republicanosocialistas españolas”. Cuando estalla la
Guerra Civil, el escritor y su esposa acogen en un piso de la calle Velázquez a
12 niños abandonados. De Zenobia, que considera a su marido “un corresponsal
catastrófico”, es la carta que cierra el volumen. En ella habla del trabajo con
los chicos —“han desplazado toda nuestra vida anterior y nos absorben por
completo” (el hombre que toda su vida buscó el silencio vive en el más
constante estruendo y estrépito). Los niños, añade, “le compensan a uno de
todo”. Y concluye: “Todos nos hacemos a la nueva vida: un poco-mucho
desaliñados, empezando porque no se puede estar vistiendo y bañando y
alimentando niños con medias y trajes de seda. Yo me endoso una bata, un
delantal y un par de zapatillas y lo demás me parece tan superfluo que sea lo
que fuera vamos a cambiar radicalmente de vida”. Les esperaban, antes de morir
sin ver España, veinte años de exilio.